martes, 12 de junio de 2007

De la esencia o del desnudo


La morfología está, pues, en la base de la posibilidad del desnudo, y quien dice morfología dice simplemente «forma», mophé. ¿Será que los chinos y los griegos concibieron ésta de forma distinta y que bajo la unidad con que cubrimos la noción, se disimula la ocasión de un dilema? Para responder a ello, hay que remontarse al trasfondo filosófico.

Es bien sabido: la «forma» (eidos) ha reinado en el pensamiento griego. Es precisamente por ahí por donde hemos empezado – y volvemos a empezar siempre la historia- la historia de la filosofía: la forma es la que, como arquetipo, sirve de fundamento y de estructura al mundo platónico de las ideas, ya que toda forma anterior a lo sensible es solo una imagen de la forma real-inteligible (en el nivel de lo sensible, el eidos es un eidon). Sigue siendo la «forma», pero concertada con la materia, lo que compone la realidad según Aristóteles. Por ejemplo, el círculo de bronce: la materia es el bronce, el círculo es la forma.

Materia y forma son ambas no engendradas, pero es la forma, «deseada» por la materia, de donde cada cosa recibe su determinación, es decir, aquello que hace que sea lo que es (su quidditas, según los escolásticos): de donde cada cosa obtiene su esencia.

En mi opinión, es Heidegger, en un de las pocas notas marginales de Sein und Zeit, quien plantea la verdadera cuestión a este respecto. Los griegos, dice, se han apartado del carácter pragmático de las pragmata, las cosas de la preocupación corriente a las que nos enfrentamos, determinándolas de entrada como «puras y simples cosas», en un plano teórico; ése el giro a partir del cual Grecia, y con ella su filosofía, cayó en la metafísica. Por una parte, tenemos eidos y mophé, confundidas, y, por otra, la materia (ulé) ¿«Y si» (pero si) morphé, la forma-contorno, no fuera eidos, pregunta Heidegger, no fuera la forma-idea? Surge entonces otra posibilidad para el pensamiento; se esboza otra pista, que precisamente China nos va a permitir rastrear, penetrando en el fenómeno de la «forma» siguiendo una orientación completamente distinta; ésta nos hace dar la espalda al desnudo.

China, en efecto, no concibió una forma inteligible más allá de lo sensible, ni una forma inmutable que fuera una esencia. En una palabra, la China antigua (pre-budista) no tiene metafísica. Pero ¿qué quiere decir eso positivamente? Habrá que quebrantar profundamente nuestros habitus para pensarlo. Dado que concibe lo real, no en términos de ser, sino de proceso (cuya constancia es el carácter regulado que compone globalmente el curso del Cielo o el dao, la «vía»), lo que traducimos como «forma» en chino (noción de xing) designa una actualización en curso (de energía-hálito cósmico: no se encuentra en China ni la noción de «materia», ni la forma arquetípica): lo que se individua «toma forma» saliendo de la indiferenciación de lo sin-forma (la fase del wu) y esta condenado a volver a ello. La forma es una formación, el término también es verbal (véase Wang Bi comentando el Laozi). Nacer es pasar de la «no-forma» a la «forma»; morir es pasar de la «forma» a la «no-forma» (véase Zhuwangzi, capitulo 22). «Por modificación, dice Zhuwangzi), de ello mana soplo-hálito; al modificarse éste, mana [lo que tiene] forma; al modificarse a su vez, mana la vida»; en consecuencia, como todo lo que está sometido a la trans-formación, sabio es el que no toma posición en lo que tiene forma». Mientras la forma griega es, por principio, lo que escapa al devenir, lo que China entiende por forma sólo es una fase –y como tal coherente (China no está obsesionada por el inmovilismo)- del gran proceso de las cosas (la medicina misma concibe al cuerpo en términos de fases al igual que las de la naturaleza). Otra diferencia esencial radica en el hecho de que el pensamiento chino, a diferencia del griego, no separa de manera clara lo visible de lo invisible (alias lo sensible y lo inteligible, «éste principio» y «causa» de aquél, arché, sitia); toda atención se centra, por el contrario, en el estadio intermedio: el estadio de lo «fino» (jing) o sutil (wei) en que la concreción empieza apenas a aparecer y actualizarse; o bien, al contrario, en que lo concreto, a fuerza de afinarse, se eleva a lo espiritual( noción de jing-shen ). Aquí, una vez más, la transición es lo que prevalece. Al mundo griego de la forma –que se destaca, fija y nítida-, el de la Forma hegemónica, China opone la atención que dedica y a lo continuo.

El arte chino también aprecia las formas indefinidas de la transición. En lugar de percibir armonías invisibles, de otro mundo, en los sonidos producidos, la música China consiste en escuchar la capacidad armónica de un sonido reducido (capacidad que es mayor cuanto más reducido sea el sonido). «Gran sonoridad [en] poco sonido», dice el Laozi: unas cuantas notas punteadas en el laúd bastan para que se oiga el silencio en el que volverán a sumirse. Se entiende también por que la pintura China, en lugar de representar al cuerpo humano destacado y definitivo, como el desnudo, prefiere figurar las cumbres vislumbradas entre nubes, o el tallo de un bambú espaciando vacío y plenitud. No pinta la forma inmóvil, sino el mundo accediendo a la forma o regresando al fondo indiferenciado. Nos hace remontarnos a la raíz de lo visible para encontrar lo invisible en lugar de concebirlo en otro plano o como algo de otra naturaleza. Entre el estadio de lo que tiene y el de lo que no tiene forma, lo que pinta es esta emergencia (inmergencia): junto a unas rocas de formas indecisas; allá, a la orilla se difumina en un vago horizonte…

François Jullien

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