sábado, 2 de febrero de 2008

La utopía de la copia


El futuro solo les pertenece a los espectros.


Las utopías se toman su tiempo. A pesar de tener una vasta reputación de visionarias, se encuentran demasiado amarradas al presente, están demasiado sujetas a la estructura del presente como para dejarse apremiar. No permiten que se las diseñe. Desde 1989, ese año decisivo que no se atuvo al orden decimal de las décadas, esos fantasmas han permanecido en silencio. Su lugar parece estar vacío, los pasillos por donde se aparecían, abandonados. El chirriar de las cadenas con el que asustaban – pero también proveían argumentos - a sistemas, a gobiernos y a políticos se ha apagado. Lo sabemos: desaparecieron los hippies, se marchitaron como sus coronas de flores y se llenaron de polvo como el estado de los trabajadores y campesinos. El de la utopía parece una cuestión terminada, su año de muerte esta fijado. “1989 marca el final de un largo trayecto de desilusión”.

Ernst Bloch, ese filosofo que, con su escritura, acompaño a la utopía durante la Primera Guerra Mundial y hasta los años 70, con frecuencia se a la utopía como un arma performativa que cuestiona y produce desorden. La política desfigura el presente con una inevitable lógica de la racionalidad. Transforma las utopías en programas. La praxis estética, en cambio, incluye a las utopías sin modificarlas. Para entender de que hablamos, es importante hacer una diferencia entre ficción del futuro y utopía. Una visión del futuro esboza lo que podría pasar. La utopía por el contrario, no apunta al futuro. La utopía existe exclusivamente para mantener en jaque al presente, para desordenarlo. Son “localizaciones –escribe Michel Foucault– que con el espacio real de la sociedad mantienen una relación de analogía inmediata o inversa”. Es justamente la utopía como promesa, la promesa como instancia performativa de que hoy ya no tiene lugar. El programa –y con él la base de la promesa, la base de la utopía– ha llegado a su fin: con la desintregación de la Confederación de Estados Socialistas la utopía se ha transformado en un terreno público abandonado invadido por arbustos de frambuesas de las que comen, como mucho, un par de jóvenes inexpertos. Pero ¿realmente ha llegado a su fin la cultura de la utopía? ¿No será, más bien, que se intento transformar el fantasma en un muerto para poder estar finalmente tranquilos y poner fin al desorden? ¿No hay ningún rastro de desvió?
Lo que se observa es que las ideas utópicas en el sentido de la tradición comunista reaparecen hoy en un lugar completamente distinto, como en el discurso entorno a lo digital. Mientras que en el arte y la política la utopía parece haber alcanzado su fin, mientras que en todas partes se habla abiertamente y sin réplica del “fin de las utopías”, la utopía parece haber encontrado un nuevo lugar dentro de la red. Internet, open source, filesharing: una clara tendencia a la utopía acompaño a esos conceptos y prácticas desde el comienzo. Sobre todo en California. Pero lo que nos importa aquí es el fundamento: un resplandor utópico se ha depositado en un formato tecnológico que estructura esas prácticas: La copia idéntica. Hay que concentrarse en esa técnica, en ese formato, en los medios que genera. Para entender la lógica de la utopía hay que someterse a ella. Porque en relación con una utopía de la copia es necesaria cierta radicalidad: quien quiera ver la fuerza de la utopía, quien quiera probar el brillo político y contestatario de una potencialidad de la tecnología digital, debe dejar de lado reparos y quejas en pro de la utopía. Hace falta elaborar líneas que saquen del caos a la pontencialidad de la tecnología. Para esto hay que mirar hacia atrás: La figura del futuro, la utopía, también tiene una genealogía cuyas huellas pueden ayudarnos a ver esas líneas y entender su fundamento.
Para realizar una cartografía de la utopía retrocedamos, entonces, un paso y avancemos dos, marquemos como punto de partida de nuestro viaje lo que acaba de terminarse y desplacemos nuestras líneas desde ahí hacia delante; desplacémonos desde el arte contemporáneo hacia la tecnología digital.

Mercedes Bunz